Alberto Conde Vera
Llega el final del año y con él un notorio incremento de la sensibilidad
social en muchas personas. Tal vez, pienso, en la mayoría. Hay quienes deseamos
que este fuese un fenómeno permanente, cotidiano; más, debido a la azarosa
historia que constituye nuestro rastro, desde que nacimos como nación, somos,
por el contrario, una sociedad muy violenta.
Ahora, en este tiempo de navidad, nuestras tradiciones nos llevan a meditar
sobre cómo mejorar las condiciones de vida, no solamente desde el punto de
vista personal, sino también social. Evidentemente no se trata de la igualdad,
porque tal objetivo es prácticamente imposible de lograr. Es cierto; no hay
modo de que seamos iguales, salvo cuando se trata de los derechos y de la ley.
Pero nuestras vidas y nuestros modos de ser y estar en el mundo son diferentes.
Bendita diferenciación esta que nos exige aprender a vivir, en medio de lo
diverso, como viven todos los seres que constituyen lo que llamamos, la
naturaleza, y de la cual, en un acto de soberbia nos excluimos. Lástima que al
hacer esta exclusión hayamos convertido esa naturaleza, de la cual somos parte,
en un simple recurso del que creemos que podemos abusar sin límites y que al
mismo tiempo - por esa misma razón-, también algunos consideren a los otros miembros
de nuestra especie, un recurso más al que pueden maltratar. Y esta percepción
no es cualquier cosa, puesto que de ella se deriva el sentimiento de
inferioridad y la desvalorización del propio yo de quienes han sido marginados,
subestimados y aislados, como si fueran un estorbo. Y sostengo que esta
percepción de sí mismos no es cualquier cosa, puesto que a ella está ligada la
violencia. Si alguien no se ama, si peor aún, se auto desprecia, la vida para
ese ser humano, no será un valor, no será algo digno de conservar, proteger y
mejorar. Por el contrario, la muerte le será más atractiva, será su camino de
liberación y a la vez de realización. Matar, en tales medios y condiciones, da
prestigio y gana respeto. Triste y absurdo, inhumano, pero así es.
Afortunadamente, aún quedan espacios y campos de relacionamiento en los
cuales las cosas se miran de otra manera y de los que podemos aprender. Se
trata de nuestros ancestros; de las comunidades indígenas, que aún mantienen
relaciones de respeto con las energías del cosmos y con la misma naturaleza que
es su hábitat. Se trata de entornos en los
cuales la vida, en todas sus manifestaciones, es aún considerada como el valor
supremo, junto a las Energías que ellos utilizan para curarse, para
fortalecerse. Energías que les enseñaron a convivir en paz entre ellos, consigo
mismos y con el resto de la naturaleza, hasta donde las necesidades de alimento
y conservación de la vida se los permite. Ese aprendizaje de la convivencia en
medio de la diferencia, es un aprendizaje que necesitamos hacer con la mayor
rapidez posible. Y el primer punto que debemos aprender es que la diferencia no
debe conducir a la guerra. Que la ley del más fuerte es una ley de los inconscientes,
de los que creen que el mundo gira alrededor de ellos y, por tanto, creen tener
derecho sobre todo y sobre los más pobres.
Al contrario, se trata de aprender a vivir en esa diferencia, puesto que, en
los únicos seres dotados de inteligencia creativa y transformadora de
realidades, (los humanos), las diferencias se profundizan en relación con las
historias de vida y las experiencias vividas. Precisamente por eso el culto a
las deidades, y la religiosidad, no pueden estar separados de la experiencia
vital, creativa y amorosa de la humanidad. Yo puedo dar testimonio de eso,
puesto que llevo 23 años luchando contra un cáncer y Dios ha sido mi principal
medicina, -sin desconocer la importancia y la ayuda de los médicos que de hecho
agradezco profundamente-. Dios es, -pienso yo-, la luz, la energía vital que
todo lo constituye, como asegura Baruch Espinosa. Dios es libertad, comprensión
y respeto; por consiguiente, eso es lo que espera ver en nosotros, los humanos.
Así que, no debería ser posible estar con Dios, desconociendo a un alto porcentaje
de la humanidad.
Contrariamente, para muchos, Imponer es la más fácil de las maneras de
tratar la diversidad. Según esta manera de ver las cosas, todos deben pensar y
actuar conforme a una teoría, o a un planteamiento, o a una manera de entender
la vida en sociedad. En eso consiste la convivencia, según algunos que han sido
históricamente reconocidos como fascistas. Y también para otros, los comunistas,
quienes convencidos de que eran poseedores de la verdad única e indiscutible, llevaron
la uniformidad a extremos insoportables. Existen también quienes piensan que la
vida es exclusivamente competencia; y suponen que esta competencia los autoriza
a desconocer lo que debería ser la característica fundamental de lo humano: la
solidaridad y la compasión. Se trata de los capitalistas.
Es relativamente fácil caer en cualquiera de esas modalidades de vida: basta
con declararnos salvadores de la humanidad y condenar a la privación de la
libertad, a todo aquel que piense diferente; o simplemente transformamos a los
otros en un recurso del que podemos disponer libremente, como lo hacemos absurdamente,
con la naturaleza de inteligencia inferior a la humana.
Hay otra manera, digamos, un poco más sutil. Y es declarar que si somos
mayoría podemos hacer lo que nos parezca, independientemente de la importancia
de las personas y los planteamientos o las ideas que los divergentes defiendan.
La verdad se vuelve una cuestión cuantitativa. En resumen, se trata de no escuchar
lo que el otro o los otros expongan. Se trata de imponer por la fuerza lo que
piensa la mayoría sea o no conveniente. Y, excepcionalmente, también hay
minorías que, so pretexto de tener la “razón”, buscan imponer “su verdad a los
otros”, por la vía de las armas y el terror. Un buen ejemplo son los alzados en
armas y algunos magnates del capitalismo.
Creo que todo esto sucede en nuestro país.
Y en eso la crianza y la educación juegan papel importantísimo. La
pregunta que nos ubica en este marco de análisis es la siguiente: ¿Para qué y
cómo nos educamos y qué experiencias debemos vivir? Una experiencia, según
Foucault, transforma vitaliza, alienta. Pero para el común, la cuestión es
prepararnos para “ser alguien”; como si ya no fuéramos alguien. Es decir, que
el único camino que nos convierte en “alguien” es la academia. Pero entonces,
el ser, las cualidades personales, las formas de relación, los sentimientos,
los afectos, las pasiones, ¿qué importancia tienen? ¿Y si por la cusa que sea
no pudimos estudiar, seremos nadie? O ¿es acaso que el único medio de conocer
es el occidental? Sin duda, el saber, la formación académica es una ayuda para
guiarnos en nuestras relaciones con el mundo objetivo y con las personas. Pero
no es ni lo único, ni lo más importante, y tampoco puede convertirse en el instrumento
de la objetivación, o el sometimiento de los otros.
Nosotros, los humanos, intentamos
siempre guiarnos por una razón; pero, ¿qué razón es esa? Debería ser la que nos
indique la mejor forma de vivir en paz, en un ámbito de respeto, en el marco
del amor, tal como lo han concebido todos los grandes sabios de la humanidad. O,
¿tal vez nos equivocamos y la razón sería aquello que induce en nosotros la
aplicación de la ley del más fuerte, como entre las fieras de la selva? El
marco de la competencia, de la guerra contra el otro, no se relaciona, para
nada, con esa manera de entender la sabiduría de los grandes guías espirituales
de la humanidad. ¿Se trata en la dominación de una ley natural o de un deseo
circunstancial? Este es el punto: ¿Vinimos al mundo para competir? ¿Será verdad
absoluta que la competencia es la madre del progreso? En algún momento de la
historia de la humanidad, la fuerza fue el elemento fundamental para la
supervivencia de nuestra especie. ¿Hemos avanzado tan poco en nuestro
desarrollo humano y tecnológico, como para que ese factor siga siendo el
fundamental? Si no fuera por los tres valores fundamentales que según Silo
mueven a la humanidad, (poder, dinero y prestigio)[i],
es decir, si no fuera por la constitución de un ser competitivo, interesado
fundamental en colocarse por encima de los demás, ¿podría existir la
competencia y tendría sentido la guerra? ¿Debe ser la fuerza bruta, -es decir,
la capacidad para imponer y dominar-, aún hoy, el fator decisivo, en las
relaciones de poder? ¿Seguimos en las mismas después de 21 siglos de
existencia? Estos, y muchos otros interrogantes que incitan a la divergencia,
deberían ser fundamentales en las discusiones acerca de cómo encontrar un modo
más estético, ético, decoroso y humano de convivir.
Pero también cabe otra pregunta: ¿es verdad incuestionable que la
convivencia pacífica, estimulante, halagadora, solamente es posible en el
comunismo? ¿No existen otras formas de convivencia pacífica y estimulantes de
la creatividad, de la inventiva, del desarrollo personal y social que estos dos
modelos (capitalismo o socialismo), cuyo fracaso, en el propósito de humanizar
la vida y hacer de la convivencia un placer, es evidente? Podríamos y deberíamos
mirar con más respeto los modelos indígenas, o el modelo que proponen los
nuevos humanistas, por ejemplo.
Se necesita, es verdad, la construcción de un nuevo modelo social, sin eliminar
el sector privado de la economía, porque no es esta la razón de la ignominia
que grandes sectores de la población del mundo viven. El determinismo económico
debe y tiene que ser cuestionado. ¿Somos como somos a causa del modelo
económico, o, por el contrario, el modelo económico es como es, a cusa de
nuestros modos de ser humanos? Hay sin duda una mutua implicación en este
dilema, pero la injusticia social no ha podido ser hasta ahora eliminada por
ningún sistema social, sea cual fuere: capitalismo, socialismo, comunismo, o
cooperativismo. Es bueno reflexionar seriamente sobre este hecho. Así que una
última pregunta para meditar: ¿Está la injusticia social, el desprecio por los
miembros de la sociedad marginados, fundamentada en el modelo económico o en
nuestras propias formas de ser humanos y de relacionarnos?