sábado, 21 de diciembre de 2024

BUSQUEMOS EL CAMINO DE LA PAZ HONESTAMENTE

 


Alberto Conde Vera

Llega el final del año y con él un notorio incremento de la sensibilidad social en muchas personas. Tal vez, pienso, en la mayoría. Hay quienes deseamos que este fuese un fenómeno permanente, cotidiano; más, debido a la azarosa historia que constituye nuestro rastro, desde que nacimos como nación, somos, por el contrario, una sociedad muy violenta.

Ahora, en este tiempo de navidad, nuestras tradiciones nos llevan a meditar sobre cómo mejorar las condiciones de vida, no solamente desde el punto de vista personal, sino también social. Evidentemente no se trata de la igualdad, porque tal objetivo es prácticamente imposible de lograr. Es cierto; no hay modo de que seamos iguales, salvo cuando se trata de los derechos y de la ley. Pero nuestras vidas y nuestros modos de ser y estar en el mundo son diferentes.

Bendita diferenciación esta que nos exige aprender a vivir, en medio de lo diverso, como viven todos los seres que constituyen lo que llamamos, la naturaleza, y de la cual, en un acto de soberbia nos excluimos. Lástima que al hacer esta exclusión hayamos convertido esa naturaleza, de la cual somos parte, en un simple recurso del que creemos que podemos abusar sin límites y que al mismo tiempo - por esa misma razón-, también algunos consideren a los otros miembros de nuestra especie, un recurso más al que pueden maltratar. Y esta percepción no es cualquier cosa, puesto que de ella se deriva el sentimiento de inferioridad y la desvalorización del propio yo de quienes han sido marginados, subestimados y aislados, como si fueran un estorbo. Y sostengo que esta percepción de sí mismos no es cualquier cosa, puesto que a ella está ligada la violencia. Si alguien no se ama, si peor aún, se auto desprecia, la vida para ese ser humano, no será un valor, no será algo digno de conservar, proteger y mejorar. Por el contrario, la muerte le será más atractiva, será su camino de liberación y a la vez de realización. Matar, en tales medios y condiciones, da prestigio y gana respeto. Triste y absurdo, inhumano, pero así es.

Afortunadamente, aún quedan espacios y campos de relacionamiento en los cuales las cosas se miran de otra manera y de los que podemos aprender. Se trata de nuestros ancestros; de las comunidades indígenas, que aún mantienen relaciones de respeto con las energías del cosmos y con la misma naturaleza que es su hábitat. Se trata de entornos en los cuales la vida, en todas sus manifestaciones, es aún considerada como el valor supremo, junto a las Energías que ellos utilizan para curarse, para fortalecerse. Energías que les enseñaron a convivir en paz entre ellos, consigo mismos y con el resto de la naturaleza, hasta donde las necesidades de alimento y conservación de la vida se los permite. Ese aprendizaje de la convivencia en medio de la diferencia, es un aprendizaje que necesitamos hacer con la mayor rapidez posible. Y el primer punto que debemos aprender es que la diferencia no debe conducir a la guerra. Que la ley del más fuerte es una ley de los inconscientes, de los que creen que el mundo gira alrededor de ellos y, por tanto, creen tener derecho sobre todo y sobre los más pobres.

Al contrario, se trata de aprender a vivir en esa diferencia, puesto que, en los únicos seres dotados de inteligencia creativa y transformadora de realidades, (los humanos), las diferencias se profundizan en relación con las historias de vida y las experiencias vividas. Precisamente por eso el culto a las deidades, y la religiosidad, no pueden estar separados de la experiencia vital, creativa y amorosa de la humanidad. Yo puedo dar testimonio de eso, puesto que llevo 23 años luchando contra un cáncer y Dios ha sido mi principal medicina, -sin desconocer la importancia y la ayuda de los médicos que de hecho agradezco profundamente-. Dios es, -pienso yo-, la luz, la energía vital que todo lo constituye, como asegura Baruch Espinosa. Dios es libertad, comprensión y respeto; por consiguiente, eso es lo que espera ver en nosotros, los humanos. Así que, no debería ser posible estar con Dios, desconociendo a un alto porcentaje de la humanidad.

Contrariamente, para muchos, Imponer es la más fácil de las maneras de tratar la diversidad. Según esta manera de ver las cosas, todos deben pensar y actuar conforme a una teoría, o a un planteamiento, o a una manera de entender la vida en sociedad. En eso consiste la convivencia, según algunos que han sido históricamente reconocidos como fascistas. Y también para otros, los comunistas, quienes convencidos de que eran poseedores de la verdad única e indiscutible, llevaron la uniformidad a extremos insoportables. Existen también quienes piensan que la vida es exclusivamente competencia; y suponen que esta competencia los autoriza a desconocer lo que debería ser la característica fundamental de lo humano: la solidaridad y la compasión. Se trata de los capitalistas.

Es relativamente fácil caer en cualquiera de esas modalidades de vida: basta con declararnos salvadores de la humanidad y condenar a la privación de la libertad, a todo aquel que piense diferente; o simplemente transformamos a los otros en un recurso del que podemos disponer libremente, como lo hacemos absurdamente, con la naturaleza de inteligencia inferior a la humana.

Hay otra manera, digamos, un poco más sutil. Y es declarar que si somos mayoría podemos hacer lo que nos parezca, independientemente de la importancia de las personas y los planteamientos o las ideas que los divergentes defiendan. La verdad se vuelve una cuestión cuantitativa. En resumen, se trata de no escuchar lo que el otro o los otros expongan. Se trata de imponer por la fuerza lo que piensa la mayoría sea o no conveniente. Y, excepcionalmente, también hay minorías que, so pretexto de tener la “razón”, buscan imponer “su verdad a los otros”, por la vía de las armas y el terror. Un buen ejemplo son los alzados en armas y algunos magnates del capitalismo.

Creo que todo esto sucede en nuestro país.  Y en eso la crianza y la educación juegan papel importantísimo. La pregunta que nos ubica en este marco de análisis es la siguiente: ¿Para qué y cómo nos educamos y qué experiencias debemos vivir? Una experiencia, según Foucault, transforma vitaliza, alienta. Pero para el común, la cuestión es prepararnos para “ser alguien”; como si ya no fuéramos alguien. Es decir, que el único camino que nos convierte en “alguien” es la academia. Pero entonces, el ser, las cualidades personales, las formas de relación, los sentimientos, los afectos, las pasiones, ¿qué importancia tienen? ¿Y si por la cusa que sea no pudimos estudiar, seremos nadie? O ¿es acaso que el único medio de conocer es el occidental? Sin duda, el saber, la formación académica es una ayuda para guiarnos en nuestras relaciones con el mundo objetivo y con las personas. Pero no es ni lo único, ni lo más importante, y tampoco puede convertirse en el instrumento de la objetivación, o el sometimiento de los otros.

 Nosotros, los humanos, intentamos siempre guiarnos por una razón; pero, ¿qué razón es esa? Debería ser la que nos indique la mejor forma de vivir en paz, en un ámbito de respeto, en el marco del amor, tal como lo han concebido todos los grandes sabios de la humanidad. O, ¿tal vez nos equivocamos y la razón sería aquello que induce en nosotros la aplicación de la ley del más fuerte, como entre las fieras de la selva? El marco de la competencia, de la guerra contra el otro, no se relaciona, para nada, con esa manera de entender la sabiduría de los grandes guías espirituales de la humanidad. ¿Se trata en la dominación de una ley natural o de un deseo circunstancial? Este es el punto: ¿Vinimos al mundo para competir? ¿Será verdad absoluta que la competencia es la madre del progreso? En algún momento de la historia de la humanidad, la fuerza fue el elemento fundamental para la supervivencia de nuestra especie. ¿Hemos avanzado tan poco en nuestro desarrollo humano y tecnológico, como para que ese factor siga siendo el fundamental? Si no fuera por los tres valores fundamentales que según Silo mueven a la humanidad, (poder, dinero y prestigio)[i], es decir, si no fuera por la constitución de un ser competitivo, interesado fundamental en colocarse por encima de los demás, ¿podría existir la competencia y tendría sentido la guerra? ¿Debe ser la fuerza bruta, -es decir, la capacidad para imponer y dominar-, aún hoy, el fator decisivo, en las relaciones de poder? ¿Seguimos en las mismas después de 21 siglos de existencia? Estos, y muchos otros interrogantes que incitan a la divergencia, deberían ser fundamentales en las discusiones acerca de cómo encontrar un modo más estético, ético, decoroso y humano de convivir.

Pero también cabe otra pregunta: ¿es verdad incuestionable que la convivencia pacífica, estimulante, halagadora, solamente es posible en el comunismo? ¿No existen otras formas de convivencia pacífica y estimulantes de la creatividad, de la inventiva, del desarrollo personal y social que estos dos modelos (capitalismo o socialismo), cuyo fracaso, en el propósito de humanizar la vida y hacer de la convivencia un placer, es evidente? Podríamos y deberíamos mirar con más respeto los modelos indígenas, o el modelo que proponen los nuevos humanistas, por ejemplo.

Se necesita, es verdad, la construcción de un nuevo modelo social, sin eliminar el sector privado de la economía, porque no es esta la razón de la ignominia que grandes sectores de la población del mundo viven. El determinismo económico debe y tiene que ser cuestionado. ¿Somos como somos a causa del modelo económico, o, por el contrario, el modelo económico es como es, a cusa de nuestros modos de ser humanos? Hay sin duda una mutua implicación en este dilema, pero la injusticia social no ha podido ser hasta ahora eliminada por ningún sistema social, sea cual fuere: capitalismo, socialismo, comunismo, o cooperativismo. Es bueno reflexionar seriamente sobre este hecho. Así que una última pregunta para meditar: ¿Está la injusticia social, el desprecio por los miembros de la sociedad marginados, fundamentada en el modelo económico o en nuestras propias formas de ser humanos y de relacionarnos?

                                                                                 

 

 

 

 

 

 

 

 



[i] Silo, seudónimo del ilustre pensador argentino José Luis Rodríguez Cobo

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